A Javier y Luis Castro, donde estén, que de seguro están
cantando.
Por: Emilio Arce
Desde dos o tres días antes, primero la palomilla y después
los adultos, habían empezado a llegar aquí, al Sauzal, algunos a pie y otros en
bestia, de todos los puntos vecinales.
Los primeros que hacían su arribo eran los muchachos y las
muchachas del rancho la Fortuna, hijos de Don Juan Higuera, que se adelantaban
para estar unos días más con Loreto, hermana de ellos, quien trabajaba aquí en
el rancho ayudándole en los quehaceres domésticos a mi tía Chachita, pero sus
papás se quedaban en El Corral Viejo, allá por San Vicente, porque la velación
de la virgen, motivo de la reunión, sería hasta el otro día por la noche,
tiempo que aprovecharían para platicar largamente con Doña Cruz, madre del
Quitito, del Felipe, de María Nieves y del tío Mario, y con Doña Ramona,
hermanas de Don Juan.
Por el único camino de rodada, en el lado poniente, apuntando
hacia El Crucero, también empezaban a llegar muchas familias, parientes
nuestros la mayoría. El ruido personalizado de los carros cuando encumbraban
“la poza del junco” era perfectamente distinguible, y por la forma a veces
despatarrada de manejar, se adivinaba quién era el piloto desde donde nos
encontrábamos, que era a un kilómetro, cuando mucho.
-Ahí vienen los del Paisano- decíamos, -¡y viene manejando el
Nini! Ojalá traigan a la Paloma y a la Linda- (que era el nombre de las dos
bellas y buenérrimas chicas). O -ahí vienen los del Mezquitón de Lupe Castro,
los del Gramal, la Malena y la Chacha, de La Boca de las Cañadas-, o se oían
comentarios como -¡ya no subió porque no agarró aviada el bruto de Lupe
Palillo! ¡Ése nunca va a aprender!-, y así por el estilo.
Del lado del Sauce, las figuras del Kico y el Kirundo Toba,
con las monturas bien pandeadas por el sobrepeso de sus jinetes, se perfilaban
en el filo de la loma, entre los cardones, en una doble estampa de Sancho
Panza, sin Quijote.
La palomilla de mi tío René, junto con el Lupito Palillo,
habían llegado casi a hurtadillas, dado que sus papás estaban en plena
transición de convertirse a Testigos de Jehová, y la de hoy, era una fiesta
católica. A partir de esos días, mi tío René (mas por temor a mi tía Reyna que
por temor al castigo Divino) empezaría a renegar de toda la creencia en los
santos católicos, en franca rebeldía hacia mi abuela que a la mayoría de mis
tíos les había inculcado respeto y devoción hacia las imágenes y los íconos
religiosos católicos. Dicen que por esos días, la Toto mi prima, igual que
ellos estaba cambiando de religión y cuando, casi conversa, renegaba de una
estampa de la virgen de Guadalupe, blasfemando y pisoteándola, unos bitachis se
le prendieron de la lengua, pero que ni así entendió el mensaje, según santos
mitotes.
La palomilla de La Cueva, entre ellos Chico Castro, El Mayo,
el Güerito, Mi tío Edrulfo y Crispina, su esposa, el Memo, y su hermano Carmen
el Lirio, llegaban a pie, porque vivían cerca. El Chavalo, Miguel “el Coyote”,
Raúl “el Vejiga”, Carlos “el Zorrillo” y sus hermanas, Pili, Chenda y Maruca,
todos Álvarez Castro, venían, los muchachos a caballo y el resto, caponados por
mi tío Eulalio Álvarez y mi tía Nena Castro en el Dochón blanco, desde el
Raicero, lugar donde residía esa rama familiar, con el corazón dispuesto a
pasársela bien, lo mismo que llegaba alguna palomilla de Toris, La Banderita,
Caratel, etcétera con sus muchachas. Pero de estos últimos rumbos venían a pie
o a caballo, porque para viajar en carro había que dar un rodeo hasta San Luis
Gonzaga, como de unos cien kilómetros, poco mas o menos, y no era comparable la
frieguiza de manejar como cuatro o cinco horas, aparte del gasto de gasolina,
entre los pésimos caminos de la sierra, con las tres horas que tardas a pie o
en bestia cruzando la sierra de Toris, por La Banderita, al Sauzal. La palomilla
que llegaba del lado oriente, era un poquito menos ruidosa que la del otro
lado, porque viven más hacia la sierra, ha de ser, y por lo regular se atoraban
en la cocina, que era puerta de entrada en esa parte del rancho, y ahí
capitaneaba Loretito, que era originaria de esa parte de la sierra. Algunos de
los visitantes del rumbo de Toris por los que mi tío Luis demostraba especial
afecto era por Don Porfirio Amador, de los Llanos de Kakiwi, y por Don Fernando
León, ambos compadres suyos muy cantadores, quienes puntualmente acudían a la
cita anualmente convocada y que en las alforjas de su respectivas monturas, a
manera de bastimento, traían consigo generosas dotaciones de aguardiente para
remojar el alma, y en su garganta un sinnúmero de animadas y también de dolidas
melodías que pugnaban por escapárseles, para ametrallar la bohemia de la noche
serrana. Don Porfirio nunca se despegaba y hasta la fecha, de una pesada
libreta negra, tamaño miñón, tipo Universitaria, medio chorreadona, más
parecida a un bloque de cemento como de los que hace mi tía Pola que a un
cancionero Picot, con un número aproximado de cuatrocientas hojas en las que,
con una letra más parecida a los jeroglíficos de la pirámide de Keops que a la
de un doctor con Parkinson, se encuentran anotadas las letras de las canciones
favoritas del susodicho, en una variedad de géneros y estilos que van desde el
chotis hasta las conocidas Arias de Tchaikovski Valdez y las romanzas de
Ramonoff Ayala, pasando por Lorenzo di Monteclaro, Chava Flores y los Llaneros
de Guamúchil. La novedad es que, a falta de atril, cada año don Porfirio estira
mas el brazo con la pesada libreta de incierto rotulado engarfada entre sus
dedos, ante su inminente pérdida de visión. Reed, el hombre elástico de los
cuatro fantásticos, le queda pochi. Los Encinas de La Banderita, Genaro, Mayo,
Abelardo el Bocho y demás palomilla cruzaban la sierra a caballo, tequileando
muy quitados de la pena.
Entre tanto, en la cocina, un bien entrenado equipo de
cocineras, voluntarias, se prestaban a preparar las viandas para las visitas.
Era tradición, desde siempre, que la estancia y todo lo demás que esto implica,
corriera por cuenta de los anfitriones, en este caso mis tíos Luis y Javier
Castro y mi abuela Luisa Escopinichi.
En otra ala de la casa, mi tío Javier, parsimoniosamente
empezaba a desempolvar, aceitar la maquinaria y a reponer las cuerdas de las
guitarras, que dormían colgadas, como los murciélagos, envueltas en blancos
sacos de manta, como cubriéndose de la luz.
La gente se empezaba a arremolinar y buscar asiento alrededor
de unas bancas de madera, en cuanto Don Luis y Don Javier Castro empezaban a
afinar las guitarras debajo del pretil de piedra, fuera del corredor principal
y a degustar el clásico tequila, con limón y sal, aunque, según ellos, puro era
más sabroso. Por lo regular se olvidaban de los pendientes, ya que para eso
contaban siempre con el comedimiento de Cecilio Castro o de Félix Higuera
nuestro inolvidable “tuzo”, personal operativo, quienes se encargaban, desde sacrificar
la o las reses, hasta probar que la barbacoa estuviera en su punto. Cecilio
nomás movía el mostacho y decía: -Muy re bueno, pariente, muy re bueno- En la
cocina el trajín no era para menos. Bajo la coordinación de mi tía Chachita,
señoras de floridas faldas largas, con el delantal sobrepuesto, amasaban y
cocían las tortillas de harina de trigo y de maíz (minsa), mientras que en las
ollas, el cocido y el café también hervían sobre la hornilla de laja, que está
en el corredor posterior, el de la salida al palmar. Toda persona que llegaba,
sin importar quién fuera, tenía siempre un buen plato de comida caliente y una
buena taza de café también calientito, para despejar los humores del camino.
Las voces que salían de la cocina, aparte del ruido de los
trastes y el chirriar de la manteca en los guisados, es algo que tengo bien
presente, no porque siempre le anduviera metiendo la mano a las cazuelas, que
era mi deporte favorito, sino por el volumen de las voces, muy alto. Y es que
en la soledad habitual, en la lejanía, en los ranchos muy apartados, la gente
como que se aburre de hablar consigo misma y trata de ser escuchada por alguien
que le conteste, alguien que no sea él mismo, y estas conglomeraciones son un
buen pretexto para parlar. Se escuchan muchas voces al mismo tiempo y cada voz
trata un tema diferente, o por ahí se escuchan sonsonetes cuchicheados de
comadres que, de manera mucho muy discreta, desnudan su alma y sacan a asolear
sus trapos. La gente de aquí regularmente no es muy imperativa a pesar del tono
de su voz, ni da órdenes directas, sino que maneja las palabras con una gran
sutileza.
No le dicen a alguien, por ejemplo, que espante una gallina o
a las señoras que cuiden de los niños, sino que comentan: esa gallina se va a
comer las tortillas, o: ese chamaquito se va a caer. Muy simple, del verbo
sencillez, que viene del latín qué a toda madre que así sea.
Empezaban a sonar los primeros escoleteos de las guitarras
recién revividas, y con ellas, se adjuntaba una inmensa solicitud de canciones
y corridos. El virtuosismo que corría por la sangre de este dueto, Luis y
Javier Castro, era una antigua heredad. Los acordes punteados de “El
Apasionado”, “San Antonio”, “La 45”, “Tampico Hermoso”, “El Korrigan”,
“Valentín de la Sierra”, “El Barquillero”, “La Coronación de Elena”, “Mi
querida Cuca”, “Capullito de Rosa”, “Cartas Marcadas”, “Barrilito”, “Café
Roma”, etcétera, eran suficientes para hacer que la caminata hacia El Sauzal,
valieran la pena. Un grato silencio apenas interrumpido por el balido de las
cabras, el mugir de alguna res, el ruido de las hojas de las palmas o algún
grito espontáneo de alegría, era la orquestación perfecta que servía de fondo
sinfónico a aquellos recitales, que, a lo mejor, mi recuerdo magnifica. Eso era
una probada para afinar cuerdas. Era apenas despuesito de medio día. Después, a
manera de alternancia, la Vitrola Skrulwitch de cuerda, recién craneada a
treinta y tres y media revoluciones por minuto, aruñaba el negro surco espiral
del acetato con la garra acerada de su brazo, haciendo saltar a los Montañeses
del Álamo, que con su música de viento, cuerdas y voces, irrumpían en el alma
ya acalorada, e incendiaban la tarde, haciendo retumbar los cerros con su
“Luces en el Puerto”, “Río Colorado”, “Te vas Ángel mío”, “Un Sentimiento
Cruel” y otras piezas de alto registro, a todo volumen. ¡Súbele, primo!
Poco más tarde, la gente empieza a emerger ya transformada.
Los hombres con el agua aún escurriéndoseles entre el pelo recién peinado, y
las mujeres con las mejillas y labios completamente coloreteados. La ropa de
viajero, manchada de oscuros varejonazos ocres propinados por el monte y sus
lomboyes, se cambia por las ropas de fiesta, olorosas a jabón, y abierta pero
respetuosamente, se empieza a libar, ahora sí que en forma.
Los que aceptaban, cenaban temprano en un gran comedor que
estaba entre la cocina y el cuarto de ladrillos de mi abuela, matrona del
lugar. Las mujeres y los niños más pequeños se concentraban en la capilla para
adornar a la virgen y prenderle muchas veladoras como dándole una luminosa
bienvenida. Todos dicen que siempre llega, y por eso vienen a esperarla. Las
muchachas y muchachos se lanzan coquetas miradas de complicidad, a manera de
sistema de apartado, para el baile por venir. Ya es la tarde del veintiséis de
junio, víspera del día de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro.
A la media noche exactamente, hombres, mujeres y niños,
todos, se juntaban fraternalmente y unidos por una sacra devoción, se
encaminaban a la rústica capilla. Los varones se quitaban el sombrero y las
damas se cubrían el cabello con sus delicados velos, y juntos, todos de pie,
entonaban, en un gran coro de voces blancas, las mañanitas y otros muchos
cantos a la gran madre, que los observaba cariñosa e inmutable, con el bendito
fruto entre sus brazos, con todo y su huarachito descompuesto, según rezo e
imagen. Minutos más tarde, concluido el gregoriano repertorio, ya instalados en
el corredor, los músicos rompían el velo mágico del misticismo y empezaban a
tundirle con fe a los instrumentos, sacando chispas del sonido, y una que otra
piedra del suelo recién regado, con las botas y las zapatillas de las
bailadoras y los bailadores.
A partir de ahí y hasta la tarde del día que comienza, el
ceremonial de la fe, la danza y el tequila estará presente en el paraje. Esa
misma noche y a la madrugada, la devota gratitud de algunos hará que queden
pedazos de piel entre las piedras, al caminar de rodillas hasta el templo, a
pagar las mandas, a abonar algo de sangre no requerida, pero que, como deudas
de honor por un milagro recibido, siempre se ha de pagar a tiempo, en esa
noche, en esa madrugada, justo en ese día, porque Ella está allí.
Ahí mismo, poseídos por el tañer de las guitarras, en otra
algarabía, muchos cantores le entrarán al ruedo, juntando tesituras graves con
agudas, primera con segunda, e intentarán hacer vibrar el firmamento con el
puro sentimiento de la voz, esa voz alzada y afinada en la soledad de los
montes para ahuyentar ausencias y que como un eco aún resuena armoniosa en mis
recuerdos desde donde hoy, sinceramente, los exhumo y se los convido a usted,
amable lector.
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