viernes, 1 de julio de 2016

“Velada Ranchera"



A Javier y Luis Castro, donde estén, que de seguro están cantando.

Por: Emilio Arce

Desde dos o tres días antes, primero la palomilla y después los adultos, habían empezado a llegar aquí, al Sauzal, algunos a pie y otros en bestia, de todos los puntos vecinales.

Los primeros que hacían su arribo eran los muchachos y las muchachas del rancho la Fortuna, hijos de Don Juan Higuera, que se adelantaban para estar unos días más con Loreto, hermana de ellos, quien trabajaba aquí en el rancho ayudándole en los quehaceres domésticos a mi tía Chachita, pero sus papás se quedaban en El Corral Viejo, allá por San Vicente, porque la velación de la virgen, motivo de la reunión, sería hasta el otro día por la noche, tiempo que aprovecharían para platicar largamente con Doña Cruz, madre del Quitito, del Felipe, de María Nieves y del tío Mario, y con Doña Ramona, hermanas de Don Juan.

Por el único camino de rodada, en el lado poniente, apuntando hacia El Crucero, también empezaban a llegar muchas familias, parientes nuestros la mayoría. El ruido personalizado de los carros cuando encumbraban “la poza del junco” era perfectamente distinguible, y por la forma a veces despatarrada de manejar, se adivinaba quién era el piloto desde donde nos encontrábamos, que era a un kilómetro, cuando mucho.


-Ahí vienen los del Paisano- decíamos, -¡y viene manejando el Nini! Ojalá traigan a la Paloma y a la Linda- (que era el nombre de las dos bellas y buenérrimas chicas). O -ahí vienen los del Mezquitón de Lupe Castro, los del Gramal, la Malena y la Chacha, de La Boca de las Cañadas-, o se oían comentarios como -¡ya no subió porque no agarró aviada el bruto de Lupe Palillo! ¡Ése nunca va a aprender!-, y así por el estilo.
Del lado del Sauce, las figuras del Kico y el Kirundo Toba, con las monturas bien pandeadas por el sobrepeso de sus jinetes, se perfilaban en el filo de la loma, entre los cardones, en una doble estampa de Sancho Panza, sin Quijote.

La palomilla de mi tío René, junto con el Lupito Palillo, habían llegado casi a hurtadillas, dado que sus papás estaban en plena transición de convertirse a Testigos de Jehová, y la de hoy, era una fiesta católica. A partir de esos días, mi tío René (mas por temor a mi tía Reyna que por temor al castigo Divino) empezaría a renegar de toda la creencia en los santos católicos, en franca rebeldía hacia mi abuela que a la mayoría de mis tíos les había inculcado respeto y devoción hacia las imágenes y los íconos religiosos católicos. Dicen que por esos días, la Toto mi prima, igual que ellos estaba cambiando de religión y cuando, casi conversa, renegaba de una estampa de la virgen de Guadalupe, blasfemando y pisoteándola, unos bitachis se le prendieron de la lengua, pero que ni así entendió el mensaje, según santos mitotes.

La palomilla de La Cueva, entre ellos Chico Castro, El Mayo, el Güerito, Mi tío Edrulfo y Crispina, su esposa, el Memo, y su hermano Carmen el Lirio, llegaban a pie, porque vivían cerca. El Chavalo, Miguel “el Coyote”, Raúl “el Vejiga”, Carlos “el Zorrillo” y sus hermanas, Pili, Chenda y Maruca, todos Álvarez Castro, venían, los muchachos a caballo y el resto, caponados por mi tío Eulalio Álvarez y mi tía Nena Castro en el Dochón blanco, desde el Raicero, lugar donde residía esa rama familiar, con el corazón dispuesto a pasársela bien, lo mismo que llegaba alguna palomilla de Toris, La Banderita, Caratel, etcétera con sus muchachas. Pero de estos últimos rumbos venían a pie o a caballo, porque para viajar en carro había que dar un rodeo hasta San Luis Gonzaga, como de unos cien kilómetros, poco mas o menos, y no era comparable la frieguiza de manejar como cuatro o cinco horas, aparte del gasto de gasolina, entre los pésimos caminos de la sierra, con las tres horas que tardas a pie o en bestia cruzando la sierra de Toris, por La Banderita, al Sauzal. La palomilla que llegaba del lado oriente, era un poquito menos ruidosa que la del otro lado, porque viven más hacia la sierra, ha de ser, y por lo regular se atoraban en la cocina, que era puerta de entrada en esa parte del rancho, y ahí capitaneaba Loretito, que era originaria de esa parte de la sierra. Algunos de los visitantes del rumbo de Toris por los que mi tío Luis demostraba especial afecto era por Don Porfirio Amador, de los Llanos de Kakiwi, y por Don Fernando León, ambos compadres suyos muy cantadores, quienes puntualmente acudían a la cita anualmente convocada y que en las alforjas de su respectivas monturas, a manera de bastimento, traían consigo generosas dotaciones de aguardiente para remojar el alma, y en su garganta un sinnúmero de animadas y también de dolidas melodías que pugnaban por escapárseles, para ametrallar la bohemia de la noche serrana. Don Porfirio nunca se despegaba y hasta la fecha, de una pesada libreta negra, tamaño miñón, tipo Universitaria, medio chorreadona, más parecida a un bloque de cemento como de los que hace mi tía Pola que a un cancionero Picot, con un número aproximado de cuatrocientas hojas en las que, con una letra más parecida a los jeroglíficos de la pirámide de Keops que a la de un doctor con Parkinson, se encuentran anotadas las letras de las canciones favoritas del susodicho, en una variedad de géneros y estilos que van desde el chotis hasta las conocidas Arias de Tchaikovski Valdez y las romanzas de Ramonoff Ayala, pasando por Lorenzo di Monteclaro, Chava Flores y los Llaneros de Guamúchil. La novedad es que, a falta de atril, cada año don Porfirio estira mas el brazo con la pesada libreta de incierto rotulado engarfada entre sus dedos, ante su inminente pérdida de visión. Reed, el hombre elástico de los cuatro fantásticos, le queda pochi. Los Encinas de La Banderita, Genaro, Mayo, Abelardo el Bocho y demás palomilla cruzaban la sierra a caballo, tequileando muy quitados de la pena.

Entre tanto, en la cocina, un bien entrenado equipo de cocineras, voluntarias, se prestaban a preparar las viandas para las visitas. Era tradición, desde siempre, que la estancia y todo lo demás que esto implica, corriera por cuenta de los anfitriones, en este caso mis tíos Luis y Javier Castro y mi abuela Luisa Escopinichi.

En otra ala de la casa, mi tío Javier, parsimoniosamente empezaba a desempolvar, aceitar la maquinaria y a reponer las cuerdas de las guitarras, que dormían colgadas, como los murciélagos, envueltas en blancos sacos de manta, como cubriéndose de la luz.

La gente se empezaba a arremolinar y buscar asiento alrededor de unas bancas de madera, en cuanto Don Luis y Don Javier Castro empezaban a afinar las guitarras debajo del pretil de piedra, fuera del corredor principal y a degustar el clásico tequila, con limón y sal, aunque, según ellos, puro era más sabroso. Por lo regular se olvidaban de los pendientes, ya que para eso contaban siempre con el comedimiento de Cecilio Castro o de Félix Higuera nuestro inolvidable “tuzo”, personal operativo, quienes se encargaban, desde sacrificar la o las reses, hasta probar que la barbacoa estuviera en su punto. Cecilio nomás movía el mostacho y decía: -Muy re bueno, pariente, muy re bueno- En la cocina el trajín no era para menos. Bajo la coordinación de mi tía Chachita, señoras de floridas faldas largas, con el delantal sobrepuesto, amasaban y cocían las tortillas de harina de trigo y de maíz (minsa), mientras que en las ollas, el cocido y el café también hervían sobre la hornilla de laja, que está en el corredor posterior, el de la salida al palmar. Toda persona que llegaba, sin importar quién fuera, tenía siempre un buen plato de comida caliente y una buena taza de café también calientito, para despejar los humores del camino.

Las voces que salían de la cocina, aparte del ruido de los trastes y el chirriar de la manteca en los guisados, es algo que tengo bien presente, no porque siempre le anduviera metiendo la mano a las cazuelas, que era mi deporte favorito, sino por el volumen de las voces, muy alto. Y es que en la soledad habitual, en la lejanía, en los ranchos muy apartados, la gente como que se aburre de hablar consigo misma y trata de ser escuchada por alguien que le conteste, alguien que no sea él mismo, y estas conglomeraciones son un buen pretexto para parlar. Se escuchan muchas voces al mismo tiempo y cada voz trata un tema diferente, o por ahí se escuchan sonsonetes cuchicheados de comadres que, de manera mucho muy discreta, desnudan su alma y sacan a asolear sus trapos. La gente de aquí regularmente no es muy imperativa a pesar del tono de su voz, ni da órdenes directas, sino que maneja las palabras con una gran sutileza.

No le dicen a alguien, por ejemplo, que espante una gallina o a las señoras que cuiden de los niños, sino que comentan: esa gallina se va a comer las tortillas, o: ese chamaquito se va a caer. Muy simple, del verbo sencillez, que viene del latín qué a toda madre que así sea.

Empezaban a sonar los primeros escoleteos de las guitarras recién revividas, y con ellas, se adjuntaba una inmensa solicitud de canciones y corridos. El virtuosismo que corría por la sangre de este dueto, Luis y Javier Castro, era una antigua heredad. Los acordes punteados de “El Apasionado”, “San Antonio”, “La 45”, “Tampico Hermoso”, “El Korrigan”, “Valentín de la Sierra”, “El Barquillero”, “La Coronación de Elena”, “Mi querida Cuca”, “Capullito de Rosa”, “Cartas Marcadas”, “Barrilito”, “Café Roma”, etcétera, eran suficientes para hacer que la caminata hacia El Sauzal, valieran la pena. Un grato silencio apenas interrumpido por el balido de las cabras, el mugir de alguna res, el ruido de las hojas de las palmas o algún grito espontáneo de alegría, era la orquestación perfecta que servía de fondo sinfónico a aquellos recitales, que, a lo mejor, mi recuerdo magnifica. Eso era una probada para afinar cuerdas. Era apenas despuesito de medio día. Después, a manera de alternancia, la Vitrola Skrulwitch de cuerda, recién craneada a treinta y tres y media revoluciones por minuto, aruñaba el negro surco espiral del acetato con la garra acerada de su brazo, haciendo saltar a los Montañeses del Álamo, que con su música de viento, cuerdas y voces, irrumpían en el alma ya acalorada, e incendiaban la tarde, haciendo retumbar los cerros con su “Luces en el Puerto”, “Río Colorado”, “Te vas Ángel mío”, “Un Sentimiento Cruel” y otras piezas de alto registro, a todo volumen. ¡Súbele, primo!

Poco más tarde, la gente empieza a emerger ya transformada. Los hombres con el agua aún escurriéndoseles entre el pelo recién peinado, y las mujeres con las mejillas y labios completamente coloreteados. La ropa de viajero, manchada de oscuros varejonazos ocres propinados por el monte y sus lomboyes, se cambia por las ropas de fiesta, olorosas a jabón, y abierta pero respetuosamente, se empieza a libar, ahora sí que en forma.

Los que aceptaban, cenaban temprano en un gran comedor que estaba entre la cocina y el cuarto de ladrillos de mi abuela, matrona del lugar. Las mujeres y los niños más pequeños se concentraban en la capilla para adornar a la virgen y prenderle muchas veladoras como dándole una luminosa bienvenida. Todos dicen que siempre llega, y por eso vienen a esperarla. Las muchachas y muchachos se lanzan coquetas miradas de complicidad, a manera de sistema de apartado, para el baile por venir. Ya es la tarde del veintiséis de junio, víspera del día de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro.

A la media noche exactamente, hombres, mujeres y niños, todos, se juntaban fraternalmente y unidos por una sacra devoción, se encaminaban a la rústica capilla. Los varones se quitaban el sombrero y las damas se cubrían el cabello con sus delicados velos, y juntos, todos de pie, entonaban, en un gran coro de voces blancas, las mañanitas y otros muchos cantos a la gran madre, que los observaba cariñosa e inmutable, con el bendito fruto entre sus brazos, con todo y su huarachito descompuesto, según rezo e imagen. Minutos más tarde, concluido el gregoriano repertorio, ya instalados en el corredor, los músicos rompían el velo mágico del misticismo y empezaban a tundirle con fe a los instrumentos, sacando chispas del sonido, y una que otra piedra del suelo recién regado, con las botas y las zapatillas de las bailadoras y los bailadores.

A partir de ahí y hasta la tarde del día que comienza, el ceremonial de la fe, la danza y el tequila estará presente en el paraje. Esa misma noche y a la madrugada, la devota gratitud de algunos hará que queden pedazos de piel entre las piedras, al caminar de rodillas hasta el templo, a pagar las mandas, a abonar algo de sangre no requerida, pero que, como deudas de honor por un milagro recibido, siempre se ha de pagar a tiempo, en esa noche, en esa madrugada, justo en ese día, porque Ella está allí.


Ahí mismo, poseídos por el tañer de las guitarras, en otra algarabía, muchos cantores le entrarán al ruedo, juntando tesituras graves con agudas, primera con segunda, e intentarán hacer vibrar el firmamento con el puro sentimiento de la voz, esa voz alzada y afinada en la soledad de los montes para ahuyentar ausencias y que como un eco aún resuena armoniosa en mis recuerdos desde donde hoy, sinceramente, los exhumo y se los convido a usted, amable lector.

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