Cuento
Eliseo Santana A.
El sol caía en el
horizonte, los pescadores se apresuraban a recoger el chinchorro tendido, José, empezó a levantar el ancla y
Rufino desamarraba la vela enrollada en la botavara para izarla, querían salir pronto de ahí, no les gustaba
estar tan cerca de la costa en esa parte de la isla, y menos al obscurecer, no
hacía mucho habían encontrado cerca de ese lugar, los restos del loco Winkler,
muchos pescadores, amigos y parientes de ellos afirmaban haber visto su
fantasma a la orilla del mar, el
espectro los llamaba haciéndoles señas con una mano para que se acercaran,
mientras con la otra les ofrecía una barra de oro.
El cargado chalupín se alejó rápidamente, su vela triangular
hecha principalmente de costales de harina se hinchaba con el viento que lo
impulsaba, de reojo, Rufino y José miraban a la orilla y se les erizaban los
pelos de la nuca, el silbar del viento entre los cabos de la embarcación los
hacían imaginar que escuchaban “cosas”.
Años atrás, en esa misma parte de la isla de San José las
cosas eran distintas, todo era actividad, una compañía minera estadunidense
había obtenido la concesión para la explotación minera de plata y oro, los lugareños rumoreaban que
fueron muchas toneladas de estos metales preciosos las que se extrajeron de las
minas, pero a ciencia cierta, no se sabe cuánto fue lo que se llevaron pues no
existe registro de lo mismo.
Grandes barcos fondeaban cerca de la costa, lo más cerca que
el fondo marino les permitía, y desde sus bodegas, auxiliados con grúas y fuertes Winches, extraían de las
entrañas de los barcos la maquinaria que se usaría para el beneficio de los
valiosos metales, los motores rugían y lanzaban altos chorros de vapor al
cielo.
Pesados y grandes volantes, enormes calderas de hierro y
extraña maquinaria se depositaba en la
playa, este equipo sería el que serviría para
beneficiar los minerales extraídos de las montañas de la isla, el
esfuerzo por descargarlo hacían crujir
las plumas de las grúas obligadas en ocasiones a levantar más del peso para lo
que estaban construidas, un hombre fustigaba a los operadores y capitanes de
los barcos cargueros, quería que todo se hiciera más rápido, el tipo era nada
más y nada menos que… Adolf Winkler, corría sobre la cubierta del barco de lado
a lado dirigiendo, regañando, gruñendo a los marineros para que hicieran todo
con prisa, “TIME IS MONEY, TIME IS MONEY”, gritaba.
Adolf Winkler, especialista en minería, fue contratado por
una compañía minera que posteriormente lo envió a dirigir la explotación del
áureo mineral en la isla de San José, Winkler era ambicioso, pretendía realizar
su encargo a la perfección, tanto que se le volvió una obsesión y se convirtió
en una pesadilla para los habitantes del lugar.
El principal problema al que se enfrentó fue a la falta de
mano de obra, pues la isla no estaba poblada, “los nativos escasean” decía él,
las rancherías de la península frente a la isla, fueron la solución, incluso
desde el puerto de La Paz fueron llevados hombres con todo y familia a
trabajar, enganchados con mentiras y engaños, prometiéndoles salarios fabulosos
y condiciones de trabajo benignas, todo, era mentira, los trabajadores
prácticamente eran esclavos, sin posibilidad de escapar de la isla, las aguas
infestadas de tiburones era un “incentivo” para permanecer ahí.
En poco tiempo, por la terquedad y la crueldad de Adolf, los
trabajos de la mina se pusieron en marcha.
Gracias a la información de exploraciones previas hechas por
antiguos gambusinos, los ingenieros que llevaba Winkler habían ubicado las
vetas principales del dorado metal.
En San Francisco Cal., los accionistas de la California
Mining Company, jefes de Adolf, estaban
muy contentos con él, por el tiempo récord en que puso a trabajar la mina, así
como con los resultados de la explotación, nunca se imaginaron que tan ricas
serían las vetas encontradas, una tras otra llegaban a los muelles del puerto pesadas cajas de hierro repletas
de oro y plata.
El exceso de trabajo, las malas condiciones de vida cobraron
su precio, los trabajadores empezaron a morir, los mismos compañeros
norteamericanos de Winkler trataron de hacerlo entrar en razón, y le pedían que
mejorara las condiciones laborales de los mineros, que redujera la jornada de
trabajo de sol a sol que tenían.
La respuesta del despiadado administrador fue inmediata,
ordenó ampliar una cueva cerca del campamento, esto, para castigar y encerrar
ahí a los que no cumplieran con su excesiva cuota de trabajo, pronto, la cueva
estuvo llena, no por indisciplina o resistencia, físicamente era imposible
cumplir con sus exigencias.
La producción empezó a decaer, lo que era inconcebible para
Winkler, pasó noches en vela tratando de encontrar una solución al problema, lo
único que se le ocurrió fue solicitar a sus empleadores en Estados Unidos, que
le enviaran trabajadores chinos, esos trabajan sin renegar, decía.
Poco tiempo después, en un barco que acarreaba refacciones y
avituallamiento para la mina, traía también una gran cantidad de personas de
origen chino, familias enteras fueron engañadas por la infame compañía minera
con promesas de buena vida y salarios de ensueño, mintieron, los chinos no
sabían al infierno al que se dirigían.
No transcurrió mucho tiempo, nada diría yo, al otro día del
desembarco los ingenuos orientales se dieron cuenta de su error, (los engañaron
como chinos).
Adolf Winkler se presentó ante ellos y por medio de un
intérprete les dictó las normas y condiciones en que trabajarían, cuando
comprendieron su situación empezaron a mirarse entre ellos, en sus ojos se veía
desesperación y enojo.
Comenté en líneas precedentes que eran familias enteras las
que llegaron, hombres, mujeres y niños, entre ellos había una anciana que se
distinguía de todos los demás, todos la veían con respeto, temor y reverencia.
Era pequeñita, delgada, siempre vestida de negro, un manto
cubría su cabeza y cara, cuando caminaba parecía flotar, no tocar el suelo,
todos la llamaban Wūpó, pero solo entre ellos, cuando se dirigían a la anciana
le decían “señora”, claro, en su idioma, era la curandera, la consejera del
grupo recién llegado, su mirada impresionaba a cualquiera.
Pasaron algunos meses, los nuevos trabajadores (“esclavos”)
aumentaron el rendimiento y la producción de la mina, de hecho, encontraron una
veta más rica que la primera, solo que esta descendía abruptamente, la
excavación empezó hacerse más difícil, la vena de oro se dirigía a las
profundidades de la tierra.
Empezaron a excavar un pozo en roca sólida, al principio, en
los primeros metros no fue gran problema, además la cantidad de metal parecía
aumentar en la medida que bajaban, pero también se fue acrecentando el grado de
dificultad para su extracción y por supuesto bajando el rendimiento, Winkler no
estaba contento con esto, exigía cada vez más, les pedía lo imposible y para
“motivarlos” empezó primero a encerrar y a privar de alimentos a los que
consideraba no trabajaban, los escarmientos no funcionaron, entonces recurrió
al látigo, los hombres eran amarrados a un poste y delante de todos eran
maltratados, chinos y mexicanos sufrieron de la demencia del administrador.
Lo que inició como túnel, se había convertido en pozo y entre
más bajaban, más agua ingresaba a este, hasta que se hizo imposible trabajar en
él, las rudimentarias bombas que tenían no eran capaces de extraer el
suficiente líquido para que los mineros realizaran su labor, entraba más agua
de la que salía.
Los mineros abandonaron el lugar y salieron de la mina, al
enterarse Winkler los concentró en el patio del campamento y con gritos e
insultos les pidió una explicación, Chang, líder de los chinos e hijo de Wūpó
intentó hacer entender a Winkler los problemas a los que se enfrentaban.
En respuesta a las explicaciones ordenó a algunos de sus
hombres de confianza que llevaran a Chang al poste, tomó el látigo y con todas sus fuerzas dio de
latigazos al pobre hombre, incluso los norteamericanos se asombraron de la saña
del castigo, pues Chang no lo merecía, todos sabían que las condiciones no eran
propicias para seguir excavando, todos, menos Adolf Winkler, aun así, el hijo
de Wūpó recibió cincuenta latigazos, que con odio el representante de las mineras
le dio personalmente.
La desnutrición por la escasa alimentación, el exceso de
trabajo y los latigazos recibidos cobraron su precio, Chang murió esa noche, ni
los conjuros ni remedios de su madre pudieron salvarlo, un grito desgarrador se
escuchó por toda la isla.
El silbato accionado por vapor sonó como todos los días
apenas amanecía, les indicaba a los mineros que era hora de trabajar, de bajar
a la mina… algo raro acontecía, mexicanos y chinos se concentraban en el centro
del campamento, ahí, sobre tarimas cubiertas por sábanas blancas estaba el
cuerpo de Chang, a quien su madre había amortajado como acostumbraban en la
región de china de donde provenían, solo el rostro sin color del difunto se
veía, sobre sus ojos monedas, sus labios estaban cocidos con hilo rojo, su
madre no lloraba, solo lo observaba, decía palabras que nadie comprendía o
entendía… invocaba a sus demonios.
Como por acto de magia, de extraña manera, sobre las montañas
de la isla empezaron a formarse negros nubarrones que poco a poco cubrieron
todo el cielo, las nubes eran tan obscuras que casi parecía de noche, los
trabajadores encendieron antorchas y lámparas, las mismas que usaban dentro de
la mina, le escena era espectral, sombras aterradoras parecían surgir de todos
lados, un estruendoso rayo se escuchó, empezaban a caer descargas eléctricas
sobre la maquinaria del campo minero, luego una ráfaga de frío viento hizo
temblar a todos.
Los más extrañados eran los norteamericanos, ninguno de ellos
habían visto antes un fenómeno similar, los mexicanos más supersticiosos
entendían que se había invocado a un demonio, se santiguaban y solo repetían en
voz baja, “DIABLO, DIABLO”, murmuraban
el padre nuestro de extraña manera, daba miedo, tanto, que los gringos tenían la piel de gallina y los
pelos de punta, los chinos, enigmáticos, agachados con sus ojos cerrados y
puños apretados, repetían como si fuera un cantico: Lei Gong, Dios del trueno,
Dizang Wang, Salvador de los muertos, Feng Bo, Dios del Viento ¡ ¡¡AYUDANOS¡¡¡.
Adolf Winkler salió de un galpón que le servía de oficina,
miró a todos lados y con estrepitosa voz ordenó que fueran a trabajar, nadie se
movió, parecían estatuas clavadas en el suelo, un relámpago iluminó el lugar y
se observó a la madre de Chang que señalaba a Winkler con su índice mientras
mascullaba una maldición.
Nada fue igual después de estos sucesos, la situación se
descompuso rápidamente, el acceso a la principal veta encontrada últimamente se
hizo imposible, las otras vetas en cuestión de días se agotaron, la maquinaria
se descomponía misteriosamente sin razón alguna, los norteamericanos empezaron
a enfermarse y Adolf empezó a perder la razón, tanto, que intentó matar a
algunos de sus propios compañeros, estaba fuera de sí, caminaba por el
campamento minero sin rumbo fijo, sus ojos parecían vacíos.
Continuar ahí era insostenible, Winkler tuvo que ser
encerrado en la propia cueva donde antes los trabajadores eran castigados, los
administrativos dieron aviso a los dueños de la mina, les dijeron que ya no era
rentable continuar con la explotación, además de que Winkler se había vuelto
loco.
Poco tiempo después, llegaron barcos desde San Francisco para
llevarse lo que pudieran de la maquinaria, los trabajadores chinos también
embarcaron, Winkler no estuvo durante el embarco de maquinaria, continuaba
encerrado en la cueva, cuando el último barco estaba por partir fueron por
Adolf a
la cueva que servía de prisión, parecía haber recobrado la razón, le
explicaron que venían por él para regresar a su país, les dijo que no, que se
quedaría y que encontraría nuevos yacimientos y que ya avisaría cuando lo
hiciera, trataron de convencerlo pero no accedió, su decisión era firme, solo
pidió le dejaran algo de equipo y alimentos, accedieron y partieron de la isla.
Los años pasaron, y los pescadores de la zona lo veían
deambular por cerros y cañadas, a veces, cuando estaban cerca de la costa
escuchaban los golpes que con su pico daba a las rocas buscando oro, en las
tardes, cuando caía el sol se sentaba sobre una roca negra, mirando el
horizonte.
Una bandada de zopilotes que volaban dando vueltas fue la
señal, unos pescadores encontraron el cadáver de Winkler, decían que tenía los
ojos desorbitados, algo raro, ya que las
aves de rapiña es lo primero que arrancan de cualquier cuerpo inerte, la mano
con el rigor mortis señalaba algún punto
de la isla, los pescadores querían huir del lugar, al levantarlo, un viento frío sopló con
fuerza, uno de los pescadores convenció a los demás de darle cristiana
sepultura, los otros no muy convencidos ayudaron a inhumarlo, tenían prisa, querían salir de ahí pronto.
Una cruz improvisada con viejas tablas fue clavada en la
cabecera de la tumba, cuando “martillaban” con una roca para fijarla se
estremeció la tierra.
Desde entonces, su espectro es visto en toda la isla, la
maldición de Wūpó lo acompañó hasta la eternidad.
Cuento inspirado en el relato de Fernando Jordán “La Tumba De
La Isla” en su libro Mar Roxo de Cortés, Biografía de un golfo
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