viernes, 18 de enero de 2019

EL LOCO WINKLER



Cuento
Eliseo Santana A.

El sol caía  en el horizonte, los pescadores se apresuraban a recoger el chinchorro  tendido, José, empezó a levantar el ancla y Rufino desamarraba la vela enrollada en la botavara para izarla,  querían salir pronto de ahí, no les gustaba estar tan cerca de la costa en esa parte de la isla, y menos al obscurecer, no hacía mucho habían encontrado cerca de ese lugar, los restos del loco Winkler, muchos pescadores, amigos y parientes de ellos afirmaban haber visto su fantasma a la orilla del mar,  el espectro los llamaba haciéndeles señas con una mano para que se acercaran, mientras con la otra les ofrecía una barra de oro.


El cargado chalupín se alejó rápidamente, su vela triangular hecha principalmente de costales de harina se hinchaba con el viento que lo impulsaba, de reojo, Rufino y José miraban a la orilla y se les erizaban los pelos de la nuca, el silbar del viento entre los cabos de la embarcación los hacían imaginar que escuchaban “cosas”.

Años atrás, en esa misma parte de la isla de San José las cosas eran distintas, todo era actividad, una compañía minera estadunidense había obtenido la concesión para la explotación minera  de plata y oro, los lugareños rumoreaban que fueron muchas toneladas de estos metales preciosos las que se extrajeron de las minas, pero a ciencia cierta, no se sabe cuánto fue lo que se llevaron pues no existe registro de lo mismo.

Grandes barcos fondeaban cerca de la costa, lo más cerca que el fondo marino les permitía, y desde sus bodegas, auxiliados con  grúas y fuertes Winches, extraían de las entrañas de los barcos la maquinaria que se usaría para el beneficio de los valiosos metales, los motores rugían y lanzaban altos chorros de vapor al cielo.

Pesados y grandes volantes, enormes calderas de hierro y extraña maquinaria  se depositaba en la playa, este equipo seria el que serviría para  beneficiar los minerales extraídos de las montañas de la isla, el esfuerzo por descargarlo  hacían crujir las plumas de las grúas obligadas en ocasiones a levantar más del peso para lo que estaban construidas, un hombre fustigaba a los operadores y capitanes de los barcos cargueros, quería que todo se hiciera mas rápido, el tipo era nada más y nada menos que… Adolf Winkler, corría sobre la cubierta del barco de lado a lado dirigiendo, regañando, gruñendo a los marineros para que hicieran todo con prisa, “TIME IS MONEY, TIME IS MONEY”, gritaba.

Adolf Winkler, especialista en minería, fue contratado por una compañía minera que posteriormente lo envió a dirigir la explotación del áureo mineral en la isla de San José, Winkler era ambicioso,  pretendía realizar su encargo a la perfección, tanto que se le volvió una obsesión y se convirtió en una pesadilla para los habitantes del lugar.

El principal problema al que se enfrentó fue a la falta de mano de obra, pues la isla no estaba poblada, “los nativos escasean” decía él, las rancherías de la península frente a la isla, fueron la solución, incluso desde el puerto de La Paz fueron llevados hombres con todo y familia a trabajar, enganchados con mentiras y engaños, prometiéndoles salarios fabulosos y condiciones de trabajo benignas, todo, era mentira, los trabajadores prácticamente eran esclavos, sin posibilidad de escapar de la isla, las aguas infestadas de tiburones era un “incentivo” para permanecer ahí.

En poco tiempo, por  la terquedad y la crueldad de Adolf, los trabajos de la mina se pusieron en marcha.

Gracias a la información de exploraciones previas hechas por antiguos gambusinos, los ingenieros que llevaba Winkler habían ubicado las vetas principales del dorado metal.

En San Francisco Cal., los accionistas de la California Mining Company,  jefes de Adolf,  estaban muy contentos con él, por el tiempo record en que puso a trabajar la mina, así como con los resultados de la explotación, nunca se imaginaron que tan ricas serían las vetas encontradas, una tras otra llegaban a los muelles  del puerto pesadas cajas de hierro repletas de oro y plata.

El exceso de trabajo, las malas condiciones de vida cobraron su precio, los trabajadores empezaron a morir, los mismos compañeros norteamericanos de Winkler trataron de hacerlo entrar en razón, y le pedían que mejorara las condiciones laborales de los mineros, que redujera las jornada de trabajo de sol a sol que tenían.

La respuesta del despiadado administrador fue inmediata, ordenó ampliar una cueva cerca del campamento, esto, para castigar y encerrar ahí a los que no cumplieran con su excesiva cuota de trabajo, pronto, la cueva estuvo llena, no por indisciplina o resistencia, físicamente era imposible cumplir con sus exigencias.

La producción empezó a decaer, lo que era inconcebible para Winkler, pasó noches en vela tratando de encontrar una solución al problema, lo único que se le ocurrió fue solicitar a sus empleadores en Estados Unidos, que le enviaran trabajadores chinos, esos trabajan sin renegar, decía.

Poco tiempo después, en un barco que acarreaba refacciones y avituallamiento para la mina, traía también una gran cantidad de personas de origen chino, familias enteras fueron engañadas por la infame compañía minera con promesas de buena vida y salarios de ensueño, mintieron,  los chinos no sabían al infierno al que se dirigían.

No transcurrió  mucho tiempo, nada diría yo, al otro día del desembarco los ingenuos orientales se dieron cuenta de su error, (los engañaron como chinos).

Adolf Winkler se presentó ante ellos y por medio de un intérprete les dictó las normas  y condiciones en que trabajarían, cuando comprendieron su situación empezaron a mirarse entre ellos, en sus ojos se veía desesperación y enojo.

Comenté en líneas precedentes que eran familias enteras las que llegaron, hombres, mujeres y niños, entre ellos había una anciana que se distinguía de todos los demás, todos la veían con respeto, temor y reverencia.

Era pequeñita, delgada, siempre vestida de negro, un manto cubría su cabeza y cara, cuando caminaba parecía flotar, no tocar el suelo, todos la llamaban Wūpó, pero solo entre ellos, cuando se dirigían a la anciana le decían “señora”, claro, en su idioma, era la curandera, la consejera del grupo recién llegado, su mirada impresionaba a cualquiera.

Pasaron algunos meses, los nuevos trabajadores (“esclavos”) aumentaron el rendimiento y la producción de la mina, de hecho encontraron una veta más rica que la primera, solo que esta descendía abruptamente, la excavación empezó hacerse más difícil, la vena de oro se dirigía a las profundidades de la tierra.

Empezaron a excavar un pozo en roca sólida, al principio, en los primeros metros no fue gran problema, además la cantidad de metal parecía aumentar en la medida que bajaban, pero también se fue acrecentando el grado de dificultad para su extracción y por supuesto bajando el rendimiento, Winkler no estaba contento con esto, exigía cada vez más, les pedía lo imposible y para “motivarlos” empezó primero a encerrar y a privar de alimentos a los que consideraba no trabajaban, los escarmientos no funcionaron, entonces recurrió al látigo, los hombres eran amarrados a un poste y delante de todos eran maltratados, chinos y mexicanos sufrieron de la demencia del administrador.

Lo que inició como túnel, se había convertido en pozo y entre más bajaban, más agua ingresaba a este, hasta que se hizo imposible trabajar en él, las rudimentarias bombas que tenían no eran capaces de extraer el suficiente líquido para que los mineros realizaran su labor, entraba más agua de la que salía.

Los mineros abandonaron el lugar y salieron de la mina, al enterarse Winkler los concentró en el patio del campamento y con gritos e insultos les pidió una explicación, Chang, líder de los chinos e hijo de Wūpó intentó hacer entender a Winkler los problemas a los que se enfrentaban.

En respuesta a las explicaciones ordenó a algunos de sus hombres de confianza que llevaran a Chang al poste,  tomó el látigo y con todas sus fuerzas dio de latigazos al pobre hombre, incluso los norteamericanos se asombraron de la saña del castigo, pues Chang no lo merecía, todos sabían que las condiciones no eran propicias para seguir excavando, todos, menos Adolf Winkler, aun así, el hijo de Wūpó recibió cincuenta latigazos, que con odio el representante de las mineras le dio personalmente.

La desnutrición por la escasa alimentación, el exceso de trabajo y los latigazos recibidos cobraron su precio, Chang murió esa noche, ni los conjuros ni remedios de su madre pudieron salvarlo, un grito desgarrador se escuchó por toda la isla.

El silbato accionado por vapor sonó como todos los días apenas amanecía, les indicaba a los mineros que era hora de trabajar, de bajar a la mina… algo raro acontecía, mexicanos y chinos se concentraban en el centro del campamento, ahí, sobre tarimas cubiertas por sábanas blancas estaba el cuerpo de Chang, a quien su madre había amortajado como acostumbraban en la región de china de donde provenían, solo el rostro sin color del difunto se veía, sobre sus ojos monedas, sus labios estaban cocidos con hilo rojo, su madre no lloraba, solo lo observaba, decía palabras que nadie comprendía o entendía… invocaba a sus demonios.

Como por acto de magia, de extraña manera, sobre las montañas de la isla empezaron a formarse negros nubarrones que poco a poco cubrieron todo el cielo, las nubes eran tan obscuras que casi parecía de noche, los trabajadores encendieron antorchas y lámparas, las mismas que usaban dentro de la mina, le escena era espectral, sombras aterradoras parecían surgir de todos lados, un estruendoso rayo se escuchó, empezaban a caer descargas eléctricas sobre la maquinaria del campo minero, luego una ráfaga de frío viento hizo temblar a todos.

Los más extrañados eran los norteamericanos, ninguno de ellos habían visto antes un fenómeno similar, los mexicanos más supersticiosos entendían que se había invocado a un demonio, se santiguaban y solo repetían en voz baja “DIABLO, DIABLO”,  murmuraba el padre nuestro de extraña manera, daba miedo, tanto que  los gringos tenían la piel de gallina y los pelos de punta, los chinos, enigmáticos, agachados con sus ojos cerrados y puños apretados, repetían como si fuera un cantico: Lei Gong, Dios del trueno, Dizang Wang, Salvador de los muertos, Feng Bo, Dios del Viento ¡ ¡¡AYUDANOS¡¡¡.

Adolf Winkler salió de un galpón que le servía de oficina, miró a todos lados y con estrepitosa voz ordenó que fueran a trabajar, nadie se movió, parecían estatuas clavadas en el suelo, un relámpago iluminó el lugar y se observó a la madre de Chang que señalaba a Winkler con su índice mientras mascullaba una maldición.

Nada fue igual después de estos sucesos, la situación se descompuso rápidamente, el acceso a la principal veta encontrada últimamente se hizo imposible, las otras vetas en cuestión de días se agotaron, la maquinaria se descomponía misteriosamente sin razón alguna, los norteamericanos empezaron a enfermarse y Adolf empezó a perder la razón, tanto, que intentó matar a algunos de sus propios compañeros, estaba fuera de sí, caminaba por el campamento minero sin rumbo fijo, sus ojos parecían vacíos.

Continuar ahí era insostenible, Winkler tuvo que ser encerrado en la propia cueva donde antes los trabajadores eran castigados, los administrativos dieron aviso a los dueños de la mina, les dijeron que ya no era rentable continuar con la explotación, además de que Winkler se había vuelto loco.

Poco tiempo después, llegaron barcos desde San Francisco para llevarse lo que pudieran de la maquinaria, los trabajadores chinos también embarcaron, Winkler no estuvo durante el embarco de maquinaria, continuaba encerrado en la cueva, cuando el último barco estaba por partir fueron por Adolf  a  la cueva que servía de prisión, parecía haber recobrado la razón, le explicaron que venían por él para regresar a su país, les dijo que no, que se quedaría y que encontraría nuevos yacimientos y que ya avisaría cuando lo hiciera, trataron de convencerlo pero no accedió, su decisión era firme, solo pidió le dejaran algo de equipo y alimentos, accedieron y partieron de la isla.

Los años pasaron, y los pescadores de la zona lo veían deambular por cerros y cañadas, a veces, cuando estaban cerca de la costa escuchaban los golpes que con su pico daba a las rocas buscando oro, en las tardes, cuando caía el sol se sentaba sobre una roca negra, mirando el horizonte.

Una bandada de zopilotes que volaban dando vueltas fue la señal, unos pescadores encontraron el cadáver de Winkler, decían que tenía los ojos desorbitados, algo raro,  ya que las aves de rapiña es lo primero que arrancan de cualquier cuerpo inerte, la mano con el rigor mortis  señalaba algún punto de la isla, los pescadores querían huir del lugar,  al levantarlo un viento frío soplo con fuerza, uno de los pescadores convenció a los demás de darle cristiana sepultura, los otros no muy convencidos ayudaron a inhumarlo, tenían  prisa, querían salir de ahí pronto.

Una cruz improvisada con viejas tablas fue clavada en la cabecera de la tumba, cuando “martillaban” con una roca para fijarla se estremeció la tierra.

Desde entonces, su espectro es visto en toda la isla, la maldición de Wūpó lo acompañó hasta la eternidad.

Cuento inspirado en el relato de Fernando Jordán “La Tumba De La Isla” en su libro Mar Roxo de Cortés, Biografía de un golfo


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