Por: Emilio Arce Castro
Hace unos poquitos días, durante la convalecencia de una de
esas resacas doble yema a las que ya casi me había desacostumbrado, amanecí con
la conciencia toda cochambrosa y decidí exorcizarla. Para esto, según yo, nunca
he necesitado bules para nadar, pero cuando mi Amá se fue al cielo creo que se
llevó mis bules o más bien era ella quien me protegía y me sacaba a flote y
desde que no está, desde hace un año exactamente, como que a veces me hundo por
ratos y siento aún más su ausencia.
En fin. A lo que voy es que andando en ese
estado, crudo y acongojado, yo, nada pendejo me dije: pos si mi Má no está,
pues voy a visitarla a Los Sanjuanes, donde descansa, y para allá agarré
aviada. Llegué tempranito, sacudí el polvo de su abrigo, encendí un vaso de
luz, hablé a solas con ella por un rato, volví a sentir su tibieza y empecé a
aligerarme lentamente al notar cómo sus manitas manchadas de pecas enjuagaban
los cochambres de mi conciencia, que finalmente era a lo que iba con ella.
Gracias, Má. Ya de regreso, entre lápidas y cruces de tantos ausentes, me
encontré súbitamente con la morada de un grande e inolvidable amigo mío:
Macario Salazar, el Mac. De golpe, mi mente se congestionó de recuerdos y me quedé
ido, pensando mientras automáticamente empecé a barrer y desempolvar esa otra
tumba. Macario y yo fuimos compañeros de trabajo durante algunos años cuando
laboramos en la SEP donde entré como diseñador gráfico. Ya éramos amigos desde
mucho antes y por casualidad coincidimos en el trabajo. Él era fotógrafo y
pintor de virtuoso talento; casado con una bella mujer de verdes ojos, habían
procreado dos hijos. Por su calidad y profesionalismo Mac había recibido un
premio nacional de fotografía, y sus obras, tanto de fotografía como de
pintura, apenas empezaban a tocar la puerta grande de los pintores latinos, o
sea, empezaba a venderse en Argentina, trampolín que catapulta a los pintores a
los mercados europeos. Entre muchas cosas, Macario sentía una extraña fascinación
por los ojos verdes, que al final fueron por los que se fue de aquí. Pintaba en
su casa, en su estudio, y compartía su experiencia pictórica con Luciana, una
preciosa joven de mirada esmeralda, quien, más que como alumna, lo seguía como
a un gurú. Poseedor de un fino ingenio y amplia cultura, mi compa era un ameno
conversador con quienes lograban ganar su amistad, cosa a la que no cualquiera
tenía acceso. Era muy sarcástico y selectivo, y a veces pienso que hasta un
poco resentido contra algo que nunca supe. «La vie est un flux de merde que
nous mangeons tous un peu» era su frase de guerra : «La vida es un chorro de
mierda de la cual todos comemos un poco» me decía, al tiempo que brindábamos
con vino tinto por cualquier cosa. No importaba el motivo. Eso sí, cuando se
ponía muy incróspido era una fábrica de adrenalina para quienes andábamos con
él, porque nunca respetaba semáforos, ni cuatro altos, ni el sentido de las
calles, con tanta suerte que creo que nomás una vez chocó. El caso es que una ocasión
lo pescó su esposa besándose con su pupila y ahí la cosa tronó. A partir de ahí
la vida cambió y por angas o mangas se vio de patitas en la calle y nada
perdido mi compa se fue a vivir con Luciana. Suertudo. Pero un día le hablaron
que la familia que dejó se iba a ir definitivamente a una ciudad lejana y le
prometían que nunca volvería a verlos. Luciana le pedía que se regresara con su
familia para que no fuera a sufrir por sus hijos pero Macario se negó a
abandonarla, porque ya la amaba de más. Para él, ella era vital. No concebía el
mundo sin ella. Luciana insistía en que no quería dañar a nadie y para que ahí
quedara todo, Luciana decidió salir por la puerta falsa y una mañana que estaba
sola, bebió un veneno que poco a poco le empezó a robar la vida. Cuando llego,
Macario la encontró agonizante y de inmediato la llevó al hospital donde los
médicos le diagnosticaron que no tendría salvación alguna. Que Luciana, en unas
horas más, fallecería. Mi compa Macario, desesperado, corrió hasta la casa
donde habían vivido ambos, y con un cristal se cortó los cables por donde se
escapó su último hálito de vida. Días después me encontré a Luciana. Bella,
triste, cabizbaja. La ciencia le había hecho el milagro. Le entregué unos
cuadros de ellos que tenía guardados, nos dimos la mano y un beso en la mejilla
y nunca la he vuelto a encontrar. Mi compa Macario ya sé dónde quedó, y de vez
en cuando le pasaré a rezar, aunque sea un Padre nuestro.
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