Del libro "El Corral Viejo" (2003)
De Emilio Arce
STREAKER
A esa hora del mediodía paceño, en la canícula de aquel
legendario agosto de hace más de tres décadas, la zona comercial del Puerto de
Ilusión se encontraba repleta de fayuqueros que aprovechaban las ventajas que
les ofrecía el régimen proteccionista de zona libre.
Dicho régimen servía
de trampolín legal en la introducción de baratijas de importación hacia el
interior del país por Pichilingue, vía transbordador, en una especie de
contrabando hormiga, hinchando de dinero a unos engolosinados vistas aduanales
que ya tenían la vista muy gorda, quienes finalmente cayeron en su propia
trampa, ya que dado lo altísimo de sus ingresos por concepto de cohechos, jamás
se preocuparon por conseguir un aumento salarial nominalmente real; su sueldo
completo, al que consideraban simbólico, lo jugaban en un volado a manera de
burla en las afueras del patio fiscal o en la barra del bar del Perico
Marinero, hasta que las reformas neoliberales exigieron un servicio aduanal de carrera
y la mayoría de estos corruptos elementos fueron cesados o en el peor de los
casos, reubicados y el consuelo de la liquidación con el mísero sueldo real,
sin mordidas, de poco les sirvió, aunque algunos de ellos ya contaban con un
amplio capital.
El comercio local
estaba en su máximo esplendor, con la consiguiente derrama económica que como
siempre iba a parar a unas cuantas manos.
El colorido bullicio de las calles, adornadas por graciosas
chicas enfundadas en diminutas faldas de color pastel-crema batida, al último
grito de la moda, algunas con la falda subida hasta el ombligo, y el escote
bajado hasta el huesito, acompañadas por algún galán de polacas a la Elvis y el
copete envaselinado con brillantina Glostora, los más fastidiosos con Wildrot,
o con el corte de pelo a la Mc Cartney, vistiendo pantalones acampanados de
terlenka los mas fresas, contrastando con los chillantes colores de los
vestidos y camisas de manta de los jipis autóctonos, greñudos sin bañar y sin
rasurar, que montados en unos huaraches de suela de llanta, adornados con
collares, colgandijos, brazaletes y demás chácharas, retomando un indigenismo
nacionalista, muy snob, pululaban por las bachientas y arenosas calles de La
Paz, predicando inocentemente las consignas de “Paz y amor, hermano”,
“Préndete, sintonízate y libérate” y “Paz en Vietnam”, mientras en la Plaza
Constitución o por los rumbos del palacio de gobierno, o en el malecón, La
Mariana, El Panchito el Loco, el Chutino, y varios orates mas, deambulaban con
su pachequez a todo lo que les daba.
¡Ah, how many times!
A nivel nacional, el movimiento jipi repudiaba de manera
consciente los frutos negativos de la civilización occidental (de ahí su
inclinación por la vestimenta indígena) y lo mostraba a través de su apariencia
y en la expresión de ideas y “doctrinas”. Como dice José Agustín, se trató de
una corriente que nunca llegó a articularse con claridad, aunque atrapó de por
vida a uno que otro autóctono que aún no se desafana de ella ¿verdad, Cuco
Moyrón? saludos, Pili Ojeda y que más bien compartió una diversidad de
estímulos sociales sin reflexionar demasiado en ellos, ya que la otra cara del
jipi era la hedonista, la conquista del placer, del juego y de una hueva
razonable.
Bueno, pues por éstas
mismas calles, les decía, hace mas de tres décadas circulaban, a vuelta de
rueda, carros traídos del norte, de la fronteriza Tijuana, repletos de jóvenes
y no tan jóvenes paceños, en un alegre y lento desfile maleconero escuchando el
Rock de los Dugs Dugs, Three Souls in my Mind, o de malas a los Creedence,
aunque por dentro iban chiflando una de Lorenzo de Monteclaro o de Gerardo
Reyes, en los tocacintas de ocho track mas parecidos a un tostador de pan que a
un estéreo. Rompiendo la tarde, sintonizaban XENT para escuchar el programa “música
de cabellos largos” conducido por Oscar López y mas tarde le cambiaban a la Key
Si Bi Quiu, una estación gringa que se escuchaba clarito “C’mon baby light my
fire” del Coromuel pa’ acá.
Al interior de uno de esos anónimos autos traídos del norte,
un ruidoso bocho tipo bajita, de guardafangos recortados y llantas balonas,
color naranja con franjas blancas, piloteado por Jaime Soto Amao alias “El
Bunny” y copiloteado por su homónimo primo hermano Jaime Amao, se llevaban al
cabo acaloradas discusiones y encendidos debates sobre cualquier tópico. Elo
madre. Que si Jodorowsky, en “El Topo” debió haber puesto música del Jehtro
Tull o de Black Sabbat, que si Hesse en el “Lobo Estepario” no debió haber
dejado a su personaje quebrar el espejo, que el “Abraxas” de Santana está
chido, que “Aura”, de Carlos Fuentes, ¿por qué no rejuveneció como Penélope a
lo último?, que Genaro Vázquez no ha muerto, y que Lucio Cabañas debía
postularse por el Partido Comunista, que el Che Guevara y Mao Tse Tung son mis
parientes porque soy Amao por Alcides y Guevara por Lolita, decía el Jaime -y
actualmente de vez en cuando luce en su solapa un fistol rojinegro con la
figura mítica del Che-, todavía cuestionándose si el Che era héroe o poster,
que Méndez Arceo tenía novia y que iba a formar el Partido Socialista
Guadalupano, o que mejor vámonos pa’l “barrio negro” por un joint para seguir
cotorreándola, etcétera, y así, hasta llegar a la docta premisa filosófica de
Mik Jagger, de que en este mundo no somos mas que piedras rodantes y al final
la vida es un chorro de mierda de la cual todos los días comemos un poco.
Valiéndoles madre el darwinismo sociologista, ese mediodía llegaron a otra
conclusión sartriana de que la vida no tiene sentido, pero vale la pena vivirla
y fúricos como el ciudadano cero de Sabina, decidieron salir del anonimato a
hacer historia. Ese mismo día la sociedad paceña, las masas del puerto de
ilusión, sabrían quién era el dúo dinámico Jaime S. Amao – Jaime Amao. - ¿Y
co-cómo le vamos a hacer pa-para llamar la atención?- preguntaba tartamudeando
el Bunny a su primo, al tiempo que aspiraba el fragante olor a paccholi del
cigarro de dos puntas forjado en papel arroz. –Pues lo primero es buscar la
estrategia de un lugar público, lo demás viene fácil, take it easy, brother.-
le respondió el Jaime al Jaime con esa voz de ronco catarrín, al tiempo que
expiraba una largamente contenida bocanada de fragante smoke. ¿Y qué mejor
lugar público y popular que un mercado? se preguntaron ellos, y hacia allá
enfocaron las pilas y el bocho. La estrategia era sencilla- “Mira, pinche
Bunny: le das por la Bravo rumbo al malecón, hasta la Revolución. De allí le
das vuelta a la derecha hasta pasar la Ocampo a media cuadra y te paras,
mientras me quito la ropa. Ahí me bajo hecho madre del carro y entro al Mercado
Madero, encuerado, en protesta porque el mundo no es como queremos que sea, qué
caray, y pelado, like one striker, brother, doy la vuelta completa entre los
locales del interior, mientras que tú das vuelta hacia la Serdán, y me esperas
por la segunda salida del mercado que está sobre la Degollado, enfrente de con
“El Quilayo”, con la puerta abierta y el carro encendido, porque voy a llegar
corriendo en frieguiza, ¿eh?. ¿Listo? Ponte trucha, carnal. ¡No te rías, güey,
que se me agüita la cachora!- me platicó el Bonny, muerto de la risa, al
remembrar la “gloriosa” hazaña de ese día. –E-eso fue lo u-último que me dijo
antes de bajarse del bajita- recordó el Bonny, al tiempo que casi tiraba la
tinta china sobre el plano de la caldera de la termoeléctrica, que en esos
momentos entintaba. -¿Y luego?- le pregunté. N-no, pues me dio un chingo de
risa ¿no te digo?, cuándo se bajó bichi del carro y se metió corriendo al
mercado. -¡Nomás le tintineaban los tanates- se reía- y yo, en lugar de agarrar
pa’ la entrada de la Degollado, como me dijo, me fui de-derecho para la
Dieciséis y de allí me fui para el malecón. O sea que lo dejé abanicando. Al
rato nomás veía la camisa, el pantalón y las truzas que dejó el Jaime en el
carro y me daba mal de risa, solo de imaginar la cara que pondría al no
encontrarme con el carro afuera del mercado, como habíamos quedado. ¡Hubieras
visto, Milo!. A-al otro día leí en el periódico que los locatarios lo habían
envuelto en unas cobijas mientras llegaba la chota y lo arrestaban. ¡Hasta
Hermosillo fue a dar mi primo! – se carcajeó el Jaime, y con esa melancólica
sonrisa dibujada en los labios se quedó recordando la legendaria hazaña,
mientras trazaba unas líneas mas sobre el papel albanene con la mano izquierda
con un Keuffel and Esser, al tiempo que Doña Chalu, su esposa, entonces
secretaria del área civil cuando laborábamos en la CFE, le obsequiaba una
humeante taza de café.
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