Por Emilio Arce
Desde siempre, durante las temporadas que he vivido en la
Sierra La Giganta y parte de la Sierra de Guadalupe, no he podido menos que
enamorarme de esa tierra, de esos cielos y de esos paisajes que son un regalo a
la mirada, con su paleta de colores tanto en tiempo de sequías como en tiempo
de aguas.
Desde niño fui
creciendo entre esos cerros y arroyos, entre esos montes tan llenos de vida,
entre el pastoreo de cabras, la sabrosa recolección de frutos de la temporada;
ciruelas, pitahayas, mangos, dátiles, uvas, guayabas, miel. Inundamos los
pulmones con los olores del honrado estiércol de los corrales, el canto en blue
de las palomas y el interminable concierto nocturno de las ranas bajo un cielo
chispeante de estrellas; la compañía siempre grata de mis seres queridos
acompañándome siempre, brindándome su apoyo y predicándonos la seguridad de que
la tierra es generosa y amorosa con quienes la amamos y respetamos. La gente
que habita la serranía lo sabe, por eso es que la cuida y por eso vemos este
suelo tal como nos lo entregaron nuestros ancestros.
Estar en la sierra
pareciera ser un viaje al pasado, o un viaje a un lugar donde el reloj se
detuvo hace décadas. Nuestros ancestros la cuidaron y conservaron prístina, y
por nuestra parte esperamos también, a la hora de rendir cuentas, entregarla
todavía en mejores condiciones a nuestros hijos. Esa es y debe ser nuestra
prioridad, sobre todo por parte de quienes habitan la sierra desde siempre,
hombres y mujeres, que se caracterizan por la sencillez de su modo de pensar y
vivir, por lo cristalino de su mirada, y por confiar en los demás, nobleza surgida
y heredada de los primeros habitantes de la sierra, que nunca fueron personas
extrañas entre sí. Vecinos y hermanos solidarios cuya hermandad surge del
aislamiento geográfico en el que se encontraban inmersos y que lucharon hombro
con hombro por lograr sobrevivir y sostenerse, sacar lo necesario para vivir,
de la misma naturaleza: ser sustentables, dirían ahora los apologistas del
desarrollo controlado y teledirigido… pero con las pilas puestas observo que de
un tiempo a acá algo está cambiando.
Algo sucede y nos
transforma. Algo pone en serio peligro nuestra propia identidad, lo que nos
caracteriza como sudcalifornianos, y he aquí que alguien, desde un satélite,
descubrió que en las entrañas de esta sierra existen los depósitos de oro más
grandes del mundo y se frota las manos con ambición: y ya empezó a escarbar;
alguien descubrió que en los litorales de esta tierra, a diez metros de la
playa, entre las arenas fosfáticas del lecho marino, existen yacimientos de
Uranio, Cromo, Plomo, Bromo, Zinc, Manganeso, etc., y volteó a vernos con la
mirada cargada de codicia: ya ronda amenazante por el Golfo de Ulloa con su
draga y una concesión autorizada por SEMARNAT, nuestros protectores, por 91000
hectáreas, para excavar entre 30 y 60 metros de profundidad a 21 metros de la
playa, bajo el lecho marino por 50 años; Alguien descubrió que la savia que
recorre las entrañas de la sierra es petróleo y ya lo acaparó; Alguien se
enteró de los depósitos de Sílice (materia prima para fabricar baterías y chips
para celulares) entre los cañones de la sierra, y ya anda queriendo empezar a
desmontar; Algún satélite descubrió que toda esta sierra es un tubo de agua que
viene de los deshielos desde los montes Apalaches y desemboca en las cascadas
de arena de Cabo San Lucas, y sus esbirros ya levantan la mano para aprobar la
ley de vender el agua a particulares. Sí señor: algo está cambiando en nuestra
sierra. Negras nubes nos amenazan, mientras el gobierno estatal y el gobierno
federal se enfrentan sordamente por tener el control de esta tierra que en un
75 por ciento del territorio estatal pertenece a los rancheros y ejidatarios.
Esto apenas comienza… Continuará.
No hay comentarios:
Publicar un comentario